MRM — Paris et la maison

Micro­rre­la­to Musical

La maison près de la fontaine — Nino Ferrer

En el Bou­le­vard Vol­tai­re jun­to a la para­da Ober­kampf del metro de Paris, hay una cer­ve­ce­ría lla­ma­da Metrô. Siguien­do por la per­pen­di­cu­lar al bule­var, a la altu­ra de la jugue­te­ría Lulu Ber­lu, ter­mi­na una para­le­la a Richard Lenoir, en cuyo tra­mo final se encuen­tra el res­tau­ran­te Il Bor­go. Des­pués de dos o tres sema­nas de flir­teo, Ale­jan­dra y Rubén deci­die­ron des­vir­tua­li­zar­se en dicho res­tau­ran­te. Ambos eran afi­cio­na­dos al buen vino y a la comi­da ita­lia­na, por tan­to, les pare­ció un razo­na­ble pun­to de par­ti­da. Sobre la mesa, una tabla de embu­ti­dos típi­cos ita­lia­nos y una ensa­la­da de rúcu­la, toma­te y moz­za­re­lla. Una bote­lla de Châ­teau Gar­dour para rela­jar la con­ver­sa­ción, mien­tras sona­ba La mai­son près de la fon­tai­ne de Nino Ferrer. Los dos se tenían ganas pero, de momen­to, sería con­ve­nien­te guar­dar las for­mas por aque­llo de estar en un sitio públi­co... al menos has­ta ago­tar la pri­me­ra bote­lla. Una vez ago­ta­da la segun­da, el obje­ti­vo sería lle­gar al tea­tro Apo­llo para asis­tir al monó­lo­go del humo­ris­ta Vérino y así con­ti­nuar con el plan de des­vir­tua­li­za­ción pro­gra­ma­do. Sin embar­go, la pare­ja des­apa­re­ció entre calle y calle poco des­pués de salir del res­tau­ran­te... y es que, por lo que pare­ce, París no ha hecho más que empezar. 

 

MRM — Sleep walk

Micro­rre­la­to Musical

Sleep Walk — Santo & Johnny Farina

La seño­ra Clap­per­ton ha colo­ca­do su silla ple­ga­ble sobre la hier­ba de la zona ajar­di­na­da. Un som­bre­ro de ala ancha pro­te­ge sus arru­gas del sol y unos labios enju­tos sor­ben el bati­do de fre­sa que le aca­ban de ser­vir. Jugue­tea con los pies sobre el sue­lo y el bar­niz des­gas­ta­do de las uñas con­tras­ta con el ver­de de las hojas de hier­ba. La mano izquier­da de la seño­ra Clap­per­ton cuel­ga iner­te del apo­ya­bra­zos mien­tras el vie­jo Tem­ple­ton Peck lame con entu­sias­mo sus dedos... de vez en cuan­do ella los moja en el bati­do, a modo de recom­pen­sa hacia su fiel yorkshi­re. Las gotas de sudor escu­rren por su cuer­po siguien­do los sur­cos que el acei­te bron­cea­dor deli­mi­ta. La mez­cla de agua y acei­te dibu­ja figu­ras capri­cho­sas, casi psi­co­dé­li­cas, sobre su piel tos­ta­da. El peque­ño Timmy, que aún usa paña­les, está sen­ta­do jus­to delan­te de la seño­ra Clap­per­ton, com­ple­ta­men­te des­pa­ta­rra­do y con sus manos apo­ya­das sobre una pelo­ta de colo­res. Obser­va la enig­má­ti­ca figu­ra que tie­ne delan­te y se fija, sobre todo, en el deta­lle de los dien­tes sucios de car­mín rojo.
-¡Tíra­me la pelo­ti­ta Timmy!
Al final, el bati­do se aca­ba, el yorkshi­re secues­tra la pelo­ta entre ladri­dos y empu­jo­nes, y el niño berrea... berrea... y berrea.
Y es que hace calor... muuu­cho calor. 

 

MRM — Eso dicen

Micro­rre­la­to Musical

Sensitive Kind — JJ Cale

El bar­niz de la mesa del fon­do, medio deca­pa­da de puro des­gas­te, le roza el pul­so mien­tras des­li­za el vaso len­ta­men­te de lado a lado. Alguien ten­drá que dar el pri­mer paso, pero esa es siem­pre la par­te difí­cil. Por suer­te, ella sabe latín... y no tie­ne edad para andar per­dien­do el tiem­po. Des­li­za el pul­gar para abrir la caje­ti­lla y dejar al des­cu­bier­to el últi­mo ciga­rri­llo gitano del paque­te... lo saca y lo suje­ta fir­me con sus labios acar­to­na­dos, en tiem­pos car­no­sos. No pue­de evi­tar que la cara del pusi­lá­ni­me de la mesa del fon­do le pro­vo­que cier­to ins­tin­to bur­lón... qué sim­ple­za, qué poca cosa, qué inge­nui­dad. Los años y el kilo­me­tra­je de barra han cau­sa­do un tic ner­vio­so en el labio que evi­den­cia el des­pre­cio hacia la pre­sa, los ojos de un cor­de­ro des­nor­ta­do con­si­guen subli­mar sus ins­tin­tos depre­da­do­res. Incli­na el lado izquier­do del labio con cier­to aire dis­pli­cen­te y se levan­ta deci­di­da a des­plu­mar al pollo.
Len­to y deci­di­do es el balan­ceo de esos apre­ta­dos jeans... se apro­xi­man poco a poco por enci­ma del bor­de del vaso que, al acer­car­lo para beber, va enfrian­do el bigo­te de la víc­ti­ma con tres o cua­tro pie­dras de hielo.
– Dicen las malas len­guas que andas bus­can­do algo...
– ¿Eso dicen?
– Eso dicen...

MRM — Primer amor

Micro­rre­la­to Musical

Parade — Tape

Nacho se encuen­tra inmer­so en los rigo­res emo­cio­na­les más inten­sos de la ado­les­cen­cia. Su madre le dice que no hay amor como el pri­me­ro, los que ven­gan des­pués serán amo­res... pero de otro tipo. La ino­cen­cia, la inge­nui­dad, la inten­si­dad... es el momen­to, su tiem­po y espa­cio. Si esto sale mal... no habrá más. Al menos, eso es de lo que está con­ven­ci­do aho­ra... con die­ci­sie­te. Lo que ven­ga des­pués ya se verá. De momen­to es el fin del mun­do. El fin de su mun­do claro.
Ella le espe­ra enguan­ta­da, bien abri­ga­da y con la bufan­da has­ta los ojos... en par­te por el frío, en par­te por ver­güen­za. Al encon­trar­se se miran con ter­nu­ra... una ter­nu­ra espon­tá­nea, pro­pia de los pri­me­ros amo­res, sin doble­ces, sin com­ple­ji­da­des... man­te­nien­do siem­pre, eso sí, las apa­rien­cias por temor al ridícu­lo, ese atá­vi­co mie­do adolescente.
Nacho se fija en sus carri­llos son­ro­sa­dos y car­no­sos aso­man­do por la bufan­da y en sus ojos acris­ta­la­dos por el frío. Se dan dos besos y ella, con la nariz, le deja dos mar­cas de hume­dad en las mejillas...
– ¡Per­do­na! Se me cae el moquillo...
– Tranquila...
Sin dema­sia­da pla­ni­fi­ca­ción se ponen a andar. Muy len­ta­men­te y con las manos meti­das en los bol­si­llos van bajan­do la calle Caba­lle­ros, char­lan de todo y nada. Se dis­fru­tan. Ambos se tie­nen ganas. Al final de la calle, cru­zan­do el arco, aso­ma el valle... ese lien­zo de tie­rra eter­na que se extien­de a los pies de la ciu­dad. La luz se mues­tra fría y hui­di­za, pero mere­ce la pena. Muer­tos de frío se sien­tan en un ban­co para ver el típi­co atar­de­cer pre­ma­tu­ro pro­pio de cual­quier noviem­bre; tenien­do en cuen­ta el frío que hace, esa visión no deja de ser un mero pre­tex­to como es obvio. Pero es que ya lo dice la madre de Nacho, no hay amo­res como el primero.

MRM — Raqueta

Micro­rre­la­to Musical

Shelter from the storm — Bob Dylan

Juan­cho tie­ne once años y está a pun­to de aban­do­nar la infan­cia como quien dice. En un abrir y cerrar de ojos empe­za­rá a poner­se ner­vio­so al cru­zar media pala­bra con algu­na com­pa­ñe­ra de cla­se. Pero de momen­to está a sal­vo. Lo que más le gus­ta hacer es sacar la bici y per­der­se en com­pa­ñía de un perro del que no sabe ni la raza. Raque­ta, que así lo ha bau­ti­za­do, siem­pre anda suel­to y a su albe­drío por la urba­ni­za­ción en la que vive Juan­cho. De momen­to nadie le cono­ce due­ño o parien­te... ni cer­cano ni lejano. Bas­ta pisar el asfal­to de las entre­la­za­das calles de su zona resi­den­cial que Raque­ta, siem­pre ácra­ta y fiel, apa­re­ce con el mayor de los espí­ri­tus libres. Esa sen­sa­ción de fide­li­dad le hace a Juan­cho ser feliz por­que, entre otras cosas, no quie­re ser su due­ño... más que nada quie­re ser su ami­go. Raque­ta es un San­cho que cabal­ga a la dere­cha de su bici­cle­ta uti­li­zan­do su fres­ca y húme­da nariz para aler­tar de cual­quier peli­gro o cosa intere­san­te. Raque­ta apa­re­ció en la urba­ni­za­ción veni­do de la nada con una raque­ta rota enca­ja­da en el cue­llo. Varios veci­nos inten­ta­ron hacer­se car­go del perro, qui­tar­le la raque­ta e inclu­so lla­ma­ron a la perre­ra... pero nada... nin­guno fue capaz de hacer­se con él. El perro deam­bu­ló por la urba­ni­za­ción duran­te días sin que nadie fue­ra capaz de sacar­le la raque­ta de enci­ma. Un día, Juan­cho había deja­do la bici­cle­ta en el sue­lo y esta­ba sen­ta­do en un bor­di­llo para atar­se las zapa­ti­llas. Al levan­tar la vis­ta, se encon­tró de fren­te a un perro que le mira­ba fija­men­te a los ojos, sus­pi­ran­do afa­no­sa­men­te mien­tras la len­gua le col­ga­ba como un pén­du­lo de la man­dí­bu­la. Su mira­da era direc­ta y pací­fi­ca ade­más de muy expre­si­va gra­cias a las dos cejas pelu­das que arquea­ba en la frente.
–Ven aquí perro, que te qui­to la raqueta...
Y con el menor de los esfuer­zos, Raque­ta se dejó ayu­dar por Juancho.
Des­de enton­ces, cabal­gan jun­tos por la urba­ni­za­ción des­ha­cien­do entuer­tos, pro­di­gan­do el bien y evi­tan­do el mal. Lo habi­tual con once años, dicho sea de paso.